Ir al contenido principal

CARTA DE DESPEDIDA A YOLANDA, MI MADRE

Las voces del viento abrazan tu silencio, Madre. Tus plantas languidecen porque son prolongación de los dedos de tus manos y de tu ternura. Los retratos de los abuelos no disimulan su alegría ante tu llegada al cielo, que ellos ya habitaban. Un vehículo amarillo esperaba en silencio en el umbral del hastío para transportarte en marcha triunfal hacia la cima de la libertad. Tu nave con el escudo del Barcelona, no tuvo más luces que las estrictamente necesarias, las suficientes para no perderse entre las nubes de la atmósfera en el camino a la eternidad, porque de tu sencillez, no cabía esperar faros halógenos que pretendieran competir con las estrellas. Te has ido en mayo, mes de la Virgen a la que tanto amaste y bajo cuyo manto te cobijaste en momentos de duda y de dolor. Ojalá fuera posible que cambiaras de parecer y retornaras a seguir gozando del amor incondicional de Muñeca, tu lazarillo, tu perrita fiel, y para poder nosotros regodearnos en el privilegio sin par de escuchar tus reflexiones contundentes, que tantas veces nos dejaron estupefactos por su originalidad. Largo ejercicio de humildad fue tu vida, Madre. Preferiste colocarte a la sombra, entre los árboles del sendero, para que otros brillaran en fotos, en poses y privilegios pasajeros que creyeron permanentes. Sabia decisión porque al final, no quedaste en deuda con facturas de arrogancia, y tu pase al infinito estaba garantizado al término de la distancia terrenal. Simplemente, cerraste tus párpados sin esconder tu mirada profunda, penetrante, esas dos lunas de aguda expresión, que como faros en medio de la oscuridad, me llevaron a puerto seguro cada vez que la fortuna me permitió volver al hogar, a Guayaquil, simplemente para abrazarte en silencio y encontrarle sentido a lo imposible. Así pretendíamos remendar los estragos del tiempo y la distancia, y entre café con patacones, retratos familiares y nomeolvides, nuestras tertulias tuvieron hora de entrada, pero nunca de salida. Mamá, se te partió el tiempo entre el ayer y el nunca más, esa noche de sábado. El calendario te dijo hasta aquí, pero tú, rebelde hasta el último suspiro, no le hiciste caso y seguiste batallando con toda la fortaleza que te caracterizaba. Hoy, una semana después de nuestra despedida, sigo escribiendo aunque ya las palabras no me sirvan para alcanzarte, para volverte a besar la frente. Exhalaste el último suspiro frente a los que tuvieron la suerte de acompañarte hasta ese momento de paz. Esos días, mientras vivías tu calvario, a todas tus fotos les creció un brillo inusitado alrededor. Tú, que parecías eterna, que siempre te las arreglabas para sonar feliz al otro lado del teléfono, que nunca confesaste que prácticamente estabas ciega y que me describías las cosas como si en verdad las estuvieras viendo, decidiste aceptar el boleto para ingresar al parque de la felicidad, abandonar la barca al pie de la orilla y caminar descalza sobre el agua que humedece el otro lado del horizonte. Aquí nos quedamos los que todavía tenemos tanto que aprender. Nos dejaste unidos en el dolor, navegando abrazados entre una avalancha de recuerdos y nostalgias, entre dudas inútiles por lo que pudo ser, pero no fue. Nos aferramos a tus fotos de tiempos felices, cuando en realidad las últimas que te tomamos, son las que reúnen todo el peso de tus arrugas; ese invaluable, maravilloso equipaje de tus experiencias, de tus pasos, de tu presencia. Hay quienes se angustian porque vas a estar sola. Diles, Madre, que siempre lo estuviste; que todos lo estamos. Y ahora que empiezas a hablarnos de otra manera, cuéntales que amaste la soledad, que la cuidaste con garras porque como pocos, comprendiste que ella, es nuestro único destino. Guerrera sui generis, incomprendida, dueña de tu propia lógica, gracias por esa pasión con la que defendiste a tus hijos, porque con ella, nos mostraste la manera de luchar por los nuestros. Gracias por no haber sido perfecta, Madre. Sin lugar a dudas, esa fue la más sabia de tus enseñanzas, porque así nos diste la oportunidad de equivocarnos sin tenernos que esconder, de llorar sobre los fracasos pero por poco tiempo y luego levantarnos fortalecidos por el deseo, por el derecho de crecer, o simplemente de ser. Campeona de la ternura en mi lejana infancia, quiero decirte que tu partida me sume en el más profundo dolor, no porque no acepte que tu ciclo físico se haya cumplido, sino porque tu vida le daba sentido a la mía, y porque ninguna mirada me dio tanto sin esperar algo a cambio, como la tuya. Ningún par de manos me brindó tanto amor como lo hicieran las tuyas. El sol resplandecía adentro de mi pecho cada vez que aterrizaba en nuestro puerto y me paraba ante tu figura menudita tan necesitada de ternura. Hoy, mi sol palidece contigo. Yolanda, la amante apasionada del Barcelona, la de la canción de Pablo Milanés, la que no vivió para contarnos cuentos, la que cantaba las verdades sin que le temblara la voz. Tú, realmente "nos desnudabas con siete razones", porque "nos abrías el pecho" con tus contundentes respuestas, al más puro estilo del famoso trovador. Mujer bella, no te envaneciste por los halagos del espejo, no perdiste la brújula en tiempos de abundancia, ni enloqueciste de cara a la adversidad que tan frecuentemente empañara los cristales de tus lentes. No le temiste a las carencias, aceptaste los cambios circunstanciales sin protestar y te adaptaste a ellos con extraordinaria humildad y discreción. Fue fácil pintarte, mamá, te metiste en el lienzo con tu espesa cabellera azulada a iluminar el taller con esa sonrisa tímida, transparente, que ni siquiera la parca te podrá arrebatar. Y yo me pinté contigo para perpetuarme en nuestro lazo indestructible. Para asomarme al mundo siempre desde el balcón de tu corazón, tan anacoreta como el mío. Vete madre a descansar de los pesares, de las ingratitudes y las desilusiones, si eso es lo que has decidido, pero quédate a compartir nuestros silencios, quédate a bendecirnos, a seguir dándonos la razón aunque la mayoría de las veces, no la tengamos. Sigue creyendo en cada uno de nosotros, tus hijos, con cada poro de tu cuerpo inmaterial. Sigue siendo nuestra luz inextinguible, Madre. Pienso en el momento en que la puerta de tu nave se cerró y te remontaste en viaje sin retorno, te imagino recibiendo una condecoración del Barcelona por tu invaluable servicio prestado al club como fanática número uno, porque no hubo ni habrá alegría mayor que verte aferrada a la imagen del televisor, chiflando, dirigiendo los partidos, protestando ante las infracciones del equipo contrincante, pero haciéndote de la “vista gorda” cuando quien la cometía era uno de los nuestros. Cómo celebrabas los goles y qué disgusto te invadía ante las derrotas futbolísticas. Fuiste colosal en tantos sentidos! Yolanda, recuerdo un cuadro que me regalaste cuando era adolescente, uno que decía “yo tengo un deseo igual que un vacío y tiene la forma de todo mi ser”. Mi juventud no me permitió comprender a tiempo, que realmente me estabas dando tu retrato. Y así me siento hoy, aunque en medio de la tristeza, a todos tus hijos nos consuela tu merecido descanso y confiamos a ojos cerrados, en que al fin podrás bailar el vals de la eternidad abrazada con nuestro padre. Madre de mi alma y de mi cuerpo, te amo, te amamos, siempre más! Yo sé que no hay final entre nosotros y tú porque tú eres el cirio encendido sobre mi piel y la de mis hermanos. Tú eres la vida, mamá. Dagor

Comentarios

Entradas populares de este blog

8002 SYCAMORE

(Foto: "La Laguna" por Patricia Velasquez de Mera. New Orleans, 1998) 8002 Sycamore Llegó apurado, frotándose las manos. Apretaba el periódico del día bajo su brazo izquierdo. En la mano derecha, como de costumbre, llevaba un pan empacado en papel de cera. Hacía frío, pero también como de costumbre, no llevaba calcetines y sus canillas blancas como la nieve relampagueaban entre los mocasines y el pantalón. Depositó el pan sobre la mesa y se sentó de espaldas al salón, frotando sus manos una contra la otra por largo rato. Little Watch (relojito) apareció de algún rincón y moviendo la cola se le pegó a la pierna con familiaridad hasta que se escuchó el grito: Maldita sea! Ya me pasaste el puñado de pulgas. Se levantó agitado, abrió la puerta y Little Watch salió pitando por ella. Volvió sobre sus talones y se dirigió a la chimenea, prendió el fuego sin sacarse el abrigo y se metió en la cocina. Mientras pasaba café leía con interés el diario y tomaba con placer -como si aquello

A Punto de Llorar.

 las voces del tiempo  pululan por mis sienes como si fuera invierno en plena primavera del siglo XXI ahora cuando sueño el viento se detiene sin ruido en la garganta se anuda como puede para no sollozar cuando elevo las manos mariposas cansadas pálidas resecas en contraluz se agitan como pañuelos viejos a punto de volar Dagor

NADA SOY

nada soy  o soy tan poco  como una maceta discreta  que olvidada y solitaria  observa desde la ventana  los transeúntes que pasan  apenas soy en mi estancia  la esquina fortuita de una casa  ubicada en cualquier manzana  poeta desencantada  tomando notas  fotografiando sonrisas con las pupilas cansadas  para poder reflejarlas  entre los versos del alba mientras los zapatos sangran  por calles imaginarias  largas calles no empedradas  plagadas de dolor  de desesperanza  eso soy  o no soy nada  una huida permanente  un paso en el andén constantemente  un atardecer lleno de nubes  sobre la playa de los indolentes  nada soy  o soy tan poco  transparente anacoreta  pintando sobre muros invisibles  los rostros de otros bardos  que no calzan en las listas repetidas  en las alfombras purpúreas  de los mercaderes de la humanidad Dagor  Abril 25, 2023