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JACINTA

Domingo 16 de septiembre de 2007

“He llegado a la conclusión de que la vida es círculos, de que todos somos círculos. Ahora también he empezado a sentir como que soy una piedra en un camino de espirales. Pero usted no me haga caso, las mías son palabras indescifrables de vieja, palabras que comprenderá si llega a mi edad…”.

Se acariciaba el cabello plateado con un peine gastado que había pertenecido a su progenitora. Parecía poder visualizar el peine y con sonrisa de complicidad, como si pudiera ver en dónde se posaban mis ojos, comentó:
“Era de mi madre, bello, verdad? Dígame por favor, exactamente de qué color es ahora y si todavía brilla. Son tantos años en este edificio sin luces…”.

“Oiga niña, yo quisiera verla, acérquese, deje que le toque el rostro… Me la imagino de mejillas rosadas y de dientes grandes. De qué color es su mirada? No es como el mar porque cuando se me acerca no escucho los tumbos reventando. No es como el fondo de un túnel porque no se oye el eco de mi voz…”. Sus manos recorrían mi cara, las yemas de sus dedos se grababan en mi piel como se fijan las huellas digitales de los escultores al moldear el barro.
Hubo un largo silencio hasta que sin trámite, sentenció:
“Ojos grandes… dos tazas de café claro, ojos tristes”.

Impresionaba que su tercer ojo pudiera captar ese sentimiento mío, ese estado de ánimo tan íntimo, imperceptible para otros.

“Esta ceguera me ha permitido ver cosas que nunca hubiera podido imaginar, mucho menos reviver; cosas que creía muertas… Hace muchos años, como sesenta o más, yo vivía en Chone; ahí nací y muchas veces me paraba en la mitad de la calle sin asfalto y miraba a uno y otro lado con sensación de plenitud, de abundancia. Yo creía que en ese minúsculo punto del universo empezaba y terminaba el mundo… porque el mundo es todo lo que conocemos, todo lo que sabemos, todo lo que tenemos, y no hay más. Lo demás es teoría. En fin, de Chone me fui a vivir a Bahía y mi horizonte creció, más tarde me vine a Guayaquil ya casi sin ojos materiales y entonces mi espacio se redujo, volvió a ser mi niñez, mi Chone del pasado. Y es que todos los días me vuelvo a parar imaginariamente sobre la calle principal de mi ciudad y abro los ojos como si estuviera allí, entre las dos aceras. En esa cuadra vivían familiares, amigos, vecinos y conocidos de mi pequeño planeta. Mas si volviera ahora sobre mis pisadas, abriría mis brazos, así, aunque sólo encontraría que las casas fueron devoradas por el polvo del tiempo y que todos, absolutamente todos los que las habitaban, están muertos, excepto esta vieja ciega… Y sólo la oscuridad física me ha permitido recrear esos momentos de intensa felicidad con meticuloso detalle, al extender mis brazos ampliamente y sentir y ver a los que están tres metros bajo tierra cantando la cucarachaaaaaaa... tralaralaralara... He podido viajar en caballo a la hacienda de mis padres, parar a descansar sin tener que detenerme en lo que hoy es la gasolinera de la esquina, encontrar un árbol de tamarindo o un rosal silvestre cuidado por las manos de Dios… Ríase niña, pero “ser ciega” tiene sus ventajas. He descubierto un mundo distinto, de colores que dejarían estupefacto al más prodigioso de los pintores…”

“Niña, me gusta el brillo que tienen sus ojos en este momento, abra los brazos, no sueñe, viva este encuentro con lo que más añore, así, así como lo vivo yo”.

Las dos abrimos los brazos. Yo, para poder ver su callecita encantada, cerré mis párpados y cuando los abrí y la miré a ella, sus ojos estaban muy abiertos, llenos de vida, como si su ceguera fuera un paso a la inmortalidad, como si ella sí pudiera poner un pie en el horizonte con el que yo sólo sueño, con el que me conformo mirándolo desde lejos. Había en cada una de sus retinas una ventanita con flores colgando hacia el infinito.

Su cabellera era larga y plateada, sedosa como de muñeca recién comprada. Su piel era tersa, su cuello erguido, su pecho erecto. La sobrecama sobre la que estaba sentada, era como una nube blanca impecable que ella acariciaba compulsivamente.

“Niña, siéntese aquí, quedito, voy a contarle mi larga y aburrida historia, en ella habrán cosas que la harán reír, algunas la pondrán a punto de llorar… Es más, habrá episodios que la van a poner en perspectiva sobre el verdadero valor y el mensaje del silencio, sobre la soledad en compañía, sobre la ceguera de los ojos del alma y sobre la vida que es parte de la muerte… Y si a ratos ve una lagrimita, no se preocupe, es el parabrisas con que limpio el vidrio porque a veces, llueve copiosamente en mi pueblo”.

Jacinta viajó a la eternidad porque un cáncer de seno le sirvió de pretexto a la muerte para arrebatarla de nuestro mundo, de esta Tierra de ciegos que desperdiciamos el privilegio de la luz… de la luz interior. Suelo imaginármela dirigiendo el tráfico en la inmensidad del más allá, con sus brazos abiertos desviando los vehículos para que no pasen por donde crecen los rosales silvestres, por donde bailan a sus anchas los tamarindos inmortales.

Por: Patricia Velásquez de Mera

Raleigh, USA Septiembre 2007



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Comentarios

Unknown ha dicho que…
Patricia, esto es bellísimo, no se en que parte estás usando la historia y en que parte la imaginación. Me fascinó.

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