La Cardenal(a)
Ese día llovió tanto que la gente salía en bañeras por las calles. Yo me armé un barquito de papel y me subí en él, lápiz en mano, lápiz remo recorriendo con placer cada paraguas, cada impermeable, cada chico travieso tirando piedritas desde los balcones de las casas. Cuando terminé el dibujo, hice una bola con él y me lo llevé a pasear por debajo de la lluvia.
De tanto remojarnos, yo me enfermé y la bola de papel se deshizo. Esa noche, entre fiebre y dolores de cuerpo, soñaba con una dama vestida de rojo que casi se ahogaba y a quien rescataba de la muerte antes del último suspiro. En el sueño, la dama me pedía que leyera la carta. Me desperté sedienta en la madrugada y en el reflejo del espejo pude ver que la lluvia caía aún pertinazmente sobre Nueva Orleáns.
Amanecí mejor. Al fin las nubes se habían alejado y el sol calentaba el barrio. Desde la ventana me imaginaba que estaba en Venecia, que había viajado a festejar el carnaval en góndola. Lo cierto es que aunque me sentía mejor, la fiebre hizo con mi cerebro lo que le dio la gana, me llevó a dar la vuelta a la ciudad tres veces en seis minutos.
Recuerdo que las casas estaban empapadas, sus acontecidas dueñas con los cabellos chorreados, no encontraban abierta peluquería alguna que les devolviera sus falsos peinados. Vi una hamaca tirada en una acera y sin pensarlo dos veces me trepé en ella para continuar mi periplo con más comodidad. Dentro de la hamaca había una alfombra y dentro de la alfombra había de todo: ropa, sobrecamas, cortinas, utensilios de cocina, piezas de arte, espejos, libros, papeles, muebles, chucherías.
Así fue como tuve en mis manos por primera vez, un viejo abrecartas de bronce, hecho en Turquía quién sabe cuándo.
Yo no sabía que la hamaca podía viajar tan rápido, en un abrir y cerrar de ojos me llevó del Barrio Francés a comprar un emparedado al otro lado del río. Mientras desembarcaba me di cuenta de que todo el rato había estado sentada sobre el abrecartas que se cayó al poner un pie fuera de mi vehículo. En ese momento, en un charco de agua, me pareció ver algo rojo moviéndose en él. Pero entre tanta basura y cosas útiles, pronto el color rojo se diluyó, así es que compré algo para lonchar y me fui de regreso a casa, presurosa y preocupada porque nuevas lluvias se anunciaban. Al entrar a mi hogar me llevé, eso sí, el abrecartas turco conmigo. La hamaca la dejé abrazada con la alfombra, parqueada convenientemente al pie de mi vivienda.
Cuando miré por la ventana pude ver a mis hijos felices corriendo en el agua, festejando el día libre que la escuela había decretado para limpiar y secar la escuela.
Estaba a punto de darle un mordisco a mi sánduche cuando ellos me llamaron. Habían encontrado un ave moribunda en un charquito de agua. Corrí a rescatarla, era roja, un cardenal hembra de hermoso plumaje y mirada triste que ya casi no respiraba. La llevé a la cocina, la arropé en una toalla tibia y me la puse entre las manos acariciándole el pecho, como hamacándola, cantándole como si se tratara de un niño.
Pensé que había fallecido, estaba como desmayada, la deposité en una cajita entre sobres y papeles viejos y después de rezar por su salud, la dejé sola junto a la hornilla para ver si reaccionaba. Mi casa también se había mojado, tenía tanto trabajo que olvidé el ave diminuta hasta que a las seis de la tarde, escuché una especie de suspiro escapándose de la caja. Corrí al recordarla y la encontré muerta con la cabeza metida en un sobre que contenía una carta vieja, que un día me mandó un amigo desde Turquía pero que nunca quise leer... Conservo una de sus plumas en un lugar sagrado porque ella me hizo entender la diferencia entre dar amor y actuar por compasión.
© Patricia Velásquez de Mera
Ese día llovió tanto que la gente salía en bañeras por las calles. Yo me armé un barquito de papel y me subí en él, lápiz en mano, lápiz remo recorriendo con placer cada paraguas, cada impermeable, cada chico travieso tirando piedritas desde los balcones de las casas. Cuando terminé el dibujo, hice una bola con él y me lo llevé a pasear por debajo de la lluvia.
De tanto remojarnos, yo me enfermé y la bola de papel se deshizo. Esa noche, entre fiebre y dolores de cuerpo, soñaba con una dama vestida de rojo que casi se ahogaba y a quien rescataba de la muerte antes del último suspiro. En el sueño, la dama me pedía que leyera la carta. Me desperté sedienta en la madrugada y en el reflejo del espejo pude ver que la lluvia caía aún pertinazmente sobre Nueva Orleáns.
Amanecí mejor. Al fin las nubes se habían alejado y el sol calentaba el barrio. Desde la ventana me imaginaba que estaba en Venecia, que había viajado a festejar el carnaval en góndola. Lo cierto es que aunque me sentía mejor, la fiebre hizo con mi cerebro lo que le dio la gana, me llevó a dar la vuelta a la ciudad tres veces en seis minutos.
Recuerdo que las casas estaban empapadas, sus acontecidas dueñas con los cabellos chorreados, no encontraban abierta peluquería alguna que les devolviera sus falsos peinados. Vi una hamaca tirada en una acera y sin pensarlo dos veces me trepé en ella para continuar mi periplo con más comodidad. Dentro de la hamaca había una alfombra y dentro de la alfombra había de todo: ropa, sobrecamas, cortinas, utensilios de cocina, piezas de arte, espejos, libros, papeles, muebles, chucherías.
Así fue como tuve en mis manos por primera vez, un viejo abrecartas de bronce, hecho en Turquía quién sabe cuándo.
Yo no sabía que la hamaca podía viajar tan rápido, en un abrir y cerrar de ojos me llevó del Barrio Francés a comprar un emparedado al otro lado del río. Mientras desembarcaba me di cuenta de que todo el rato había estado sentada sobre el abrecartas que se cayó al poner un pie fuera de mi vehículo. En ese momento, en un charco de agua, me pareció ver algo rojo moviéndose en él. Pero entre tanta basura y cosas útiles, pronto el color rojo se diluyó, así es que compré algo para lonchar y me fui de regreso a casa, presurosa y preocupada porque nuevas lluvias se anunciaban. Al entrar a mi hogar me llevé, eso sí, el abrecartas turco conmigo. La hamaca la dejé abrazada con la alfombra, parqueada convenientemente al pie de mi vivienda.
Cuando miré por la ventana pude ver a mis hijos felices corriendo en el agua, festejando el día libre que la escuela había decretado para limpiar y secar la escuela.
Estaba a punto de darle un mordisco a mi sánduche cuando ellos me llamaron. Habían encontrado un ave moribunda en un charquito de agua. Corrí a rescatarla, era roja, un cardenal hembra de hermoso plumaje y mirada triste que ya casi no respiraba. La llevé a la cocina, la arropé en una toalla tibia y me la puse entre las manos acariciándole el pecho, como hamacándola, cantándole como si se tratara de un niño.
Pensé que había fallecido, estaba como desmayada, la deposité en una cajita entre sobres y papeles viejos y después de rezar por su salud, la dejé sola junto a la hornilla para ver si reaccionaba. Mi casa también se había mojado, tenía tanto trabajo que olvidé el ave diminuta hasta que a las seis de la tarde, escuché una especie de suspiro escapándose de la caja. Corrí al recordarla y la encontré muerta con la cabeza metida en un sobre que contenía una carta vieja, que un día me mandó un amigo desde Turquía pero que nunca quise leer... Conservo una de sus plumas en un lugar sagrado porque ella me hizo entender la diferencia entre dar amor y actuar por compasión.
© Patricia Velásquez de Mera
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