(Foto: "El Funeral" Arte Digital por Patricia Velasquez de Mera, Cherry Hill, 2003)
“Hagan seco de gallo. Los que quieran comer, que coman, los que prefieran llorar, que lloren…”
Su voz suave y profunda, demasiado suave, demasiado profunda, sonaba no como la del moribundo que dispone los acontecimientos alrededor de sus últimos días, sino como la del próspero hombre de negocios siempre en control de todos los detalles, o como la del ex presidente del Consejo Municipal, la del hacendado entregado a la tierra con pasión, con esa dedicación inquebrantable que aprendió de sus progenitores. Pero sobre todo, era la voz del hombre, el padre, el esposo, el abuelo, que en sabia resignación, esperaba la muerte inminente, necesaria, ineludible.
Había batallado con el cáncer por mucho tiempo, todas las estrategias para ganarle la batalla al enemigo se habían desvanecido. Los tratamientos fueron largos y dolorosos, todos parecían haber funcionado por unos días, al cabo de los cuales la enfermedad volvía a tomar cuerpo. Había llegado el momento de la decisión y ya estaba tomada! No más quimioterapia, no más gastos en hospitales, no más falsas esperanzas.
El abogado llegó con cara de acontecido y él lo recibió con algún chiste, lo que desvaneció el hielo que imperaba en la alcoba olorosa a medicinas. A su lado, la solícita futura viuda, escuchaba en solemne silencio las decisiones del esposo. El trámite fue rápido, después de todo se había venido preparando para este crucial momento desde el mismísimo día en que se enteró de que el bicho del cáncer, había invadido su cuerpo.
Fueron meses de ajetreo mental, de incansable cavilación decidiendo cómo repartir su herencia, cómo no ser injusto, cómo ser equitativo y más que nada, cómo poner un pie en el ataúd sin que el zapato se le congelara. A veces, mientras le tomaban muestras de sangre pensaba obsesivamente en su mejor calzado, un par regalado por su esposa, encargado a Francia unos veinticinco años atrás para lucirlo la noche del matrimonio de su hija mayor. Había leído cuando era niño que el frío mata el zapato. Su plan era llegar a la tumba con el calzado reluciente y oliendo a puro betún, que según decía su abuelita, era odiado por los gusanos. Así, si llegaba a convertirse en momia, era su aspiración unos mil años más tarde, ser liberado del sepulcro con la piel completa y los zapatos como nuevos.
La tumba había sido diseñada bajo su supervisión. Pidió que en lugar de construirla de cara al río, la hicieran al otro lado porque las crecidas anegarían su lecho y no quería dormir con los pies húmedos por temor a enfermarse mientras sus dos joyas francesas se arruinaban sin remedio. Dispuso que a mano izquierda de la bóveda, se instalara un asiento para evitar que las rodillas de la viuda se echaran a perder en las largas visitas que esperaba de ella. Mientras hablaba con el arquitecto que diseñó la tumba y el banco, le explicaba con lujo de detalle que lo primero que vio de su mujer cuando la conoció en una iglesia fueron sus dos hermosas rodillas, que las consideraba patrimonio anatómico familiar y que estaba convencido de que una vez en otra vida, ella retomaría la lozanía de sus extremidades inferiores y lo volvería a enamorar con ellas en todas las vidas venideras.
Para el velorio decidió almacenar velas en distintos tamaños para ser entregadas a los visitantes de acuerdo a su altura corporal. Dispuso que la cera que se derritiera fuera depositada en su tumba por todos los costados del ataúd. Siempre le oyó decir a su madre que "una máscara de cera conserva el cutis y la piel del cuerpo". Su esperanza era que con el calor intenso en el cementerio, la cera se derritiera nuevamente dentro del sepulcro y lo cubriera totalmente.
Ese día no comió. “Enfermo que come no muere”, dijo. "Si pruebo bocado, voy a tener que aguantar una semana más y ya mi cuerpo pide descanso. Además, no hay nada que pese tanto como un muerto gordo. Por otro lado, no quiero que tengan que velarme vivo otra semana más y la verdad, no vale la pena que desperdicien el dinero de la herencia en un aprendiz de cadáver y se desgasten ustedes físicamente. Yo, estoy sentenciado".
Lo dijo sin amargura, sin ironía. “No más rezos por mi recuperación, la materia es perecible, no hay más cuentas pendientes, las he pagado todas. Mejor recen porque mis proyectos posteriores se cumplan con ayuda de la naturaleza. Y si creen que todas estas órdenes las he dado por ególatra y autoritario, solamente calculen todo el dolor que les hubiera causado si hubiera permitido que planearan ustedes mis funerales".
"Nos quedan unos minutos, respiremos hondo y comprendamos que el aire se comparte, que cuando yo exhale mi último suspiro, el mismo será inhalado por ustedes... si Dios quiere, en partes iguales. Y cuando ustedes me den su última sonrisa, eso será lo que me llevaré al infinito".
“Hagan seco de gallo. Los que quieran comer, que coman, los que prefieran llorar, que lloren…”
Su voz suave y profunda, demasiado suave, demasiado profunda, sonaba no como la del moribundo que dispone los acontecimientos alrededor de sus últimos días, sino como la del próspero hombre de negocios siempre en control de todos los detalles, o como la del ex presidente del Consejo Municipal, la del hacendado entregado a la tierra con pasión, con esa dedicación inquebrantable que aprendió de sus progenitores. Pero sobre todo, era la voz del hombre, el padre, el esposo, el abuelo, que en sabia resignación, esperaba la muerte inminente, necesaria, ineludible.
Había batallado con el cáncer por mucho tiempo, todas las estrategias para ganarle la batalla al enemigo se habían desvanecido. Los tratamientos fueron largos y dolorosos, todos parecían haber funcionado por unos días, al cabo de los cuales la enfermedad volvía a tomar cuerpo. Había llegado el momento de la decisión y ya estaba tomada! No más quimioterapia, no más gastos en hospitales, no más falsas esperanzas.
El abogado llegó con cara de acontecido y él lo recibió con algún chiste, lo que desvaneció el hielo que imperaba en la alcoba olorosa a medicinas. A su lado, la solícita futura viuda, escuchaba en solemne silencio las decisiones del esposo. El trámite fue rápido, después de todo se había venido preparando para este crucial momento desde el mismísimo día en que se enteró de que el bicho del cáncer, había invadido su cuerpo.
Fueron meses de ajetreo mental, de incansable cavilación decidiendo cómo repartir su herencia, cómo no ser injusto, cómo ser equitativo y más que nada, cómo poner un pie en el ataúd sin que el zapato se le congelara. A veces, mientras le tomaban muestras de sangre pensaba obsesivamente en su mejor calzado, un par regalado por su esposa, encargado a Francia unos veinticinco años atrás para lucirlo la noche del matrimonio de su hija mayor. Había leído cuando era niño que el frío mata el zapato. Su plan era llegar a la tumba con el calzado reluciente y oliendo a puro betún, que según decía su abuelita, era odiado por los gusanos. Así, si llegaba a convertirse en momia, era su aspiración unos mil años más tarde, ser liberado del sepulcro con la piel completa y los zapatos como nuevos.
La tumba había sido diseñada bajo su supervisión. Pidió que en lugar de construirla de cara al río, la hicieran al otro lado porque las crecidas anegarían su lecho y no quería dormir con los pies húmedos por temor a enfermarse mientras sus dos joyas francesas se arruinaban sin remedio. Dispuso que a mano izquierda de la bóveda, se instalara un asiento para evitar que las rodillas de la viuda se echaran a perder en las largas visitas que esperaba de ella. Mientras hablaba con el arquitecto que diseñó la tumba y el banco, le explicaba con lujo de detalle que lo primero que vio de su mujer cuando la conoció en una iglesia fueron sus dos hermosas rodillas, que las consideraba patrimonio anatómico familiar y que estaba convencido de que una vez en otra vida, ella retomaría la lozanía de sus extremidades inferiores y lo volvería a enamorar con ellas en todas las vidas venideras.
Para el velorio decidió almacenar velas en distintos tamaños para ser entregadas a los visitantes de acuerdo a su altura corporal. Dispuso que la cera que se derritiera fuera depositada en su tumba por todos los costados del ataúd. Siempre le oyó decir a su madre que "una máscara de cera conserva el cutis y la piel del cuerpo". Su esperanza era que con el calor intenso en el cementerio, la cera se derritiera nuevamente dentro del sepulcro y lo cubriera totalmente.
Ese día no comió. “Enfermo que come no muere”, dijo. "Si pruebo bocado, voy a tener que aguantar una semana más y ya mi cuerpo pide descanso. Además, no hay nada que pese tanto como un muerto gordo. Por otro lado, no quiero que tengan que velarme vivo otra semana más y la verdad, no vale la pena que desperdicien el dinero de la herencia en un aprendiz de cadáver y se desgasten ustedes físicamente. Yo, estoy sentenciado".
Lo dijo sin amargura, sin ironía. “No más rezos por mi recuperación, la materia es perecible, no hay más cuentas pendientes, las he pagado todas. Mejor recen porque mis proyectos posteriores se cumplan con ayuda de la naturaleza. Y si creen que todas estas órdenes las he dado por ególatra y autoritario, solamente calculen todo el dolor que les hubiera causado si hubiera permitido que planearan ustedes mis funerales".
"Nos quedan unos minutos, respiremos hondo y comprendamos que el aire se comparte, que cuando yo exhale mi último suspiro, el mismo será inhalado por ustedes... si Dios quiere, en partes iguales. Y cuando ustedes me den su última sonrisa, eso será lo que me llevaré al infinito".
"No desperdicien el seco de gallo!"
Todos sonrieron conmovidos e intercambiaron respiraciones entrecortadas y hondas miradas con el moribundo, quien cerró los ojos en busca de paz.
Para viajar con la sensación del retorno a casa, pidió que le dejaran la llave del portón en el bolsillo derecho de su pantalón… Y así lo hicieron…
Por: Patricia Velásquez de Mera
Raleigh, 2005
Todos sonrieron conmovidos e intercambiaron respiraciones entrecortadas y hondas miradas con el moribundo, quien cerró los ojos en busca de paz.
Para viajar con la sensación del retorno a casa, pidió que le dejaran la llave del portón en el bolsillo derecho de su pantalón… Y así lo hicieron…
Por: Patricia Velásquez de Mera
Raleigh, 2005
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