LA DESPECHADA
(Foto: "Caracola" Acrílico sobre tela por Patricia Velasquez de Mera. Filadelfia, 1999)
Abrí mi cartera y encontré que el espejo de maquillarme se había roto. Mi cara se veía cuarteada, como si los pedazos de vidrio realmente reflejaran la furia del tiempo…
Me perseguía un dolor insoportable, buscaba desaparecer, todo pasó tan rápido. Corrí sin rumbo a velocidad inverosímil. Me elevé en el aire y mientras volaba me brotaban alas que se derretían con la luz del sol. Caí de bruces en el bosque de los recuerdos, una suerte de valle atestado de árboles desnudos con los brazos levantados. Me paré como pude, lo busqué desesperadamente, preguntando aquí y allá por él, mostrándoles su foto pero ningún árbol lo conocía o a ninguno le importaba su paradero. Al final del valle había una montaña y supe que estaría ahí. Entré pisando fuerte, por si acaso, y lo vi durmiendo sobre un charco de mentiras. No me importó, me acerqué sin preámbulos y reconociendo mi olor, sin abrir los ojos, me hizo un espacio a su lado. Al encontrar su deseo, me fundí en él sin preguntas, arrancándome la entraña para ponerla bajo su vientre. El navegó a prisa por los pasillos de mi esencia, clavando mi memoria con el ímpetu de su pasión incandescente, hasta que llegó el orgasmo seguido de una fugaz eternidad de caricias.
El espejito de mi cartera era él … mi recuerdo roto era él, cada grieta era el vacío de mi bosque helado. El coito se hizo dos… nuevamente. Cuando cerré mi cartera, el empacó sus bríos para salir del escondite y se detuvo entre los árboles con los brazos apuntando al infinito. Pienso que trataba de pasar desapercibido… como siempre.
Yo me quedé con el espejito en la mano y empecé a correr nuevamente en dirección contraria al bosque. Había luces a lo lejos, creí que eran sus ojos gitanos que habían tomado un atajo para ganarme otra carrera. La ciudad parecía un pecado con su alegría casi navideña apoderada del dolor de mi mirada. Sentí frío, miré hacia atrás; el bosque se había vestido de nieve y dormía erecto, soñando con ardillas y flores silvestres silbando en luna llena. Sentí alivio de saber que toda su maldad estaría congelada por lo menos hasta que pasara el invierno.
Levanté los ojos al cielo, las nubes se habían puesto de pie, aplaudían, cantaban abrazadas al paso del espíritu de Luciano Pavaroti que ascendía humilde y heroicamente a su morada eterna… era 6 de Septiembre de 2007...
Sentí unas ganas de cantar “O sole mío…” pero el llanto me arrastraba hacia el malecón como si fuera un huracán. Pensé que era Katrina que había resucitado. Me sequé los ojos, apreté el paso, venía un bus. Estaba tan sola que el vehículo me pareció un dinosaurio recién amanecido después de un letargo de millones de años. Corrí a abrazarlo, a conseguir la noticia del siglo, a entrevistarlo sin micrófono, a mirarme en sus ojos más viejos que cuevas rupestres. Casi llegaba a él, sentí su aliento, su aroma, su mirada de asteroide, de estrella del pasado. El dinosaurio llevaba en el pecho un mensaje que yo no podía leer, y mientras me frotaba los ojos para descifrar el dato, otro bus salió del río y nos aplastó a los dos.
Al amanecer, yo no podía verme en el espejo, lo limpiaba para que mi rostro de novia plantada apareciera pero sólo había humo, misterio detrás del vidrio. Mientras tanto, la cabeza del dinosaurio se regó en rocío por la calle y se difuminó en el paisaje.
Al abrir la cartera, pude ver que mi voz rodaba por adentro de ella precipicio abajo, hacia el desierto de la parca…
En el centro del desierto había una bandera blanca con una foto desteñida e infinita, que parecía contener los rostros de todos los seres humanos hasta entonces fallecidos. La parca esperaba confiada, contando los finados, toda palidez, toda sutileza, sonreída entre billones de huesos y caminos atestados de sueños irrealizados…
Los curiosos llegaron en helicópteros, en submarinos voladores, en burros con zancos y se arremolinaron alrededor de mi esplín con sus cámaras lúdicas, con sus omnipresentes celulares, con sus linternas naturales. Un tipo revisaba mis bolsillos en busca de algo de “valor”, otro me metió la mano en los senos con la esperanza de encontrar un billete sudado y sangriento, con el cual comprarse un cigarrillo en el bar de la primera esquina a su regreso a la civilización. Todo era confusión, una mujer se desmayó, un gato negro maullaba entre suspiros entrecortados, un payaso arrodillado ante mi cadáver me apretaba la mano inerte contra su pecho… pero mi alma, escapando de los ay, mezcla de terror y mofa de los paparasi, salió disparada por un hueco de la cartera y se fue corriendo en busca del tirano (saurus) Rex de la Mentira, que una vez más se había burlado de mi candidez.
© Patricia Velásquez de Mera
Abrí mi cartera y encontré que el espejo de maquillarme se había roto. Mi cara se veía cuarteada, como si los pedazos de vidrio realmente reflejaran la furia del tiempo…
Me perseguía un dolor insoportable, buscaba desaparecer, todo pasó tan rápido. Corrí sin rumbo a velocidad inverosímil. Me elevé en el aire y mientras volaba me brotaban alas que se derretían con la luz del sol. Caí de bruces en el bosque de los recuerdos, una suerte de valle atestado de árboles desnudos con los brazos levantados. Me paré como pude, lo busqué desesperadamente, preguntando aquí y allá por él, mostrándoles su foto pero ningún árbol lo conocía o a ninguno le importaba su paradero. Al final del valle había una montaña y supe que estaría ahí. Entré pisando fuerte, por si acaso, y lo vi durmiendo sobre un charco de mentiras. No me importó, me acerqué sin preámbulos y reconociendo mi olor, sin abrir los ojos, me hizo un espacio a su lado. Al encontrar su deseo, me fundí en él sin preguntas, arrancándome la entraña para ponerla bajo su vientre. El navegó a prisa por los pasillos de mi esencia, clavando mi memoria con el ímpetu de su pasión incandescente, hasta que llegó el orgasmo seguido de una fugaz eternidad de caricias.
El espejito de mi cartera era él … mi recuerdo roto era él, cada grieta era el vacío de mi bosque helado. El coito se hizo dos… nuevamente. Cuando cerré mi cartera, el empacó sus bríos para salir del escondite y se detuvo entre los árboles con los brazos apuntando al infinito. Pienso que trataba de pasar desapercibido… como siempre.
Yo me quedé con el espejito en la mano y empecé a correr nuevamente en dirección contraria al bosque. Había luces a lo lejos, creí que eran sus ojos gitanos que habían tomado un atajo para ganarme otra carrera. La ciudad parecía un pecado con su alegría casi navideña apoderada del dolor de mi mirada. Sentí frío, miré hacia atrás; el bosque se había vestido de nieve y dormía erecto, soñando con ardillas y flores silvestres silbando en luna llena. Sentí alivio de saber que toda su maldad estaría congelada por lo menos hasta que pasara el invierno.
Levanté los ojos al cielo, las nubes se habían puesto de pie, aplaudían, cantaban abrazadas al paso del espíritu de Luciano Pavaroti que ascendía humilde y heroicamente a su morada eterna… era 6 de Septiembre de 2007...
Sentí unas ganas de cantar “O sole mío…” pero el llanto me arrastraba hacia el malecón como si fuera un huracán. Pensé que era Katrina que había resucitado. Me sequé los ojos, apreté el paso, venía un bus. Estaba tan sola que el vehículo me pareció un dinosaurio recién amanecido después de un letargo de millones de años. Corrí a abrazarlo, a conseguir la noticia del siglo, a entrevistarlo sin micrófono, a mirarme en sus ojos más viejos que cuevas rupestres. Casi llegaba a él, sentí su aliento, su aroma, su mirada de asteroide, de estrella del pasado. El dinosaurio llevaba en el pecho un mensaje que yo no podía leer, y mientras me frotaba los ojos para descifrar el dato, otro bus salió del río y nos aplastó a los dos.
Al amanecer, yo no podía verme en el espejo, lo limpiaba para que mi rostro de novia plantada apareciera pero sólo había humo, misterio detrás del vidrio. Mientras tanto, la cabeza del dinosaurio se regó en rocío por la calle y se difuminó en el paisaje.
Al abrir la cartera, pude ver que mi voz rodaba por adentro de ella precipicio abajo, hacia el desierto de la parca…
En el centro del desierto había una bandera blanca con una foto desteñida e infinita, que parecía contener los rostros de todos los seres humanos hasta entonces fallecidos. La parca esperaba confiada, contando los finados, toda palidez, toda sutileza, sonreída entre billones de huesos y caminos atestados de sueños irrealizados…
Los curiosos llegaron en helicópteros, en submarinos voladores, en burros con zancos y se arremolinaron alrededor de mi esplín con sus cámaras lúdicas, con sus omnipresentes celulares, con sus linternas naturales. Un tipo revisaba mis bolsillos en busca de algo de “valor”, otro me metió la mano en los senos con la esperanza de encontrar un billete sudado y sangriento, con el cual comprarse un cigarrillo en el bar de la primera esquina a su regreso a la civilización. Todo era confusión, una mujer se desmayó, un gato negro maullaba entre suspiros entrecortados, un payaso arrodillado ante mi cadáver me apretaba la mano inerte contra su pecho… pero mi alma, escapando de los ay, mezcla de terror y mofa de los paparasi, salió disparada por un hueco de la cartera y se fue corriendo en busca del tirano (saurus) Rex de la Mentira, que una vez más se había burlado de mi candidez.
© Patricia Velásquez de Mera
Comentarios
un abrazo
Marcos