(Foto: "La Laguna" por Patricia Velasquez de Mera. New Orleans, 1998)
8002 Sycamore
Llegó apurado, frotándose las manos. Apretaba el periódico del día bajo su brazo izquierdo. En la mano derecha, como de costumbre, llevaba un pan empacado en papel de cera. Hacía frío, pero también como de costumbre, no llevaba calcetines y sus canillas blancas como la nieve relampagueaban entre los mocasines y el pantalón.
Depositó el pan sobre la mesa y se sentó de espaldas al salón, frotando sus manos una contra la otra por largo rato. Little Watch (relojito) apareció de algún rincón y moviendo la cola se le pegó a la pierna con familiaridad hasta que se escuchó el grito: Maldita sea! Ya me pasaste el puñado de pulgas.
Se levantó agitado, abrió la puerta y Little Watch salió pitando por ella. Volvió sobre sus talones y se dirigió a la chimenea, prendió el fuego sin sacarse el abrigo y se metió en la cocina. Mientras pasaba café leía con interés el diario y tomaba con placer -como si aquello le devolviera vida- un enorme vaso de agua. Paladeaba cada sorbo, miraba por la ventana como queriendo atrapar el viento con sus ojos y volvía a poner toda su atención en el periódico. O a lo mejor quería detener la tarde que se llevaba el día sin pedir permiso y sin haberlo hecho feliz.
El silbido de la máquina indicando que el café estaba listo, le cambió el semblante, los ojos le brillaban y por unos minutos pareció ser otra persona. Se levantó presto de la destartalada silla y sacó de una de las repisas de la alacena un viejo mantel bordado con las servilletas que le hacían juego. Los colocó sobre la mesa con gran cuidado y procedió a abrir el paquete de pan, lo partió en doce rebanadas idénticas que distribuyó en los platos y guardó las seis restantes en el mismo envoltorio. Sobre el lavadero había un plato sucio que lavó con minucioso esmero. Luego lo llevó frente al fuego y lo secó con el calor asegurándose de respirar hondo, muy cerca del plato para que el vapor que saliera del mismo, le humectara la cara. Y cuando estuvo listo regresó a la cocina, sacó miel de la despensa, caminó hasta el comedor y antes de sentarse nos miró honda y cálidamente, como si recién se percatara de nuestra presencia.
Había en su sonrisa una mezcla de cansancio y esplín. La fragancia del café nos envolvió a todos. Yo me levanté y saqué unas galletas y dos manzanas que cargaba en mi bolsa. El vientre me crujía del hambre. Caminé hacia la cocina a buscar un vaso de agua, mientras Scott se alejaba del piano que había enmudecido desde que Howard apareciera en el marco de la puerta. Dominique salió corriendo al carro y regresó con una bolsita de supermercado de la que sacó dos piernas de pollo y tres jugos de naranja en cajitas. Nadie se inmutó cuando ella vertió el jugo de una de las cajas en el inmaculado plato de Little Watch.
Jason llegó tarde, como siempre. Traía en la mano algo que olía a cebolla profunda. Estuve a punto de romper el silencio para pedirle que intercambiáramos el menú. Sus ojos de color turquesa brillaron de ira al adivinar mi pensamiento. Felizmente, en ese momento se escuchó un trueno furibundo y se fue la luz.
En la oscuridad, Jason se comió una de mis manzanas y la porción de pan de Howard. Y Little Watch aprovechó para volverse a colar en el hogar.
Howard sacó de la refrigeradora dos bananas y las cortó en rodajas sin protestar por el robo de Jason. Mientras cenábamos en silencio y en penumbra, escuchamos un ruido entre los arbustos que rodeaban la casa. Todo hacía pensar que Butch había parqueado su bicicleta y guardaba un tesoro de vidrio detrás de alguna planta. Luego entró ruidosamente, se sacó los zapatos y se instaló en una silla junto a la chimenea. Con él volvió la luz, nos saludó con ese aroma a cigarro recién devorado, a trago fuerte en el paladar, a la ternura abrazante que emanaba de su mirada. Colocó la guitarra sobre la otra mecedora frente a él y simulando que el cordón de la misma era un brazo, le tomó la mano, le besó los dedos en gesto caballeroso, se sentó frente a ella y empezó a llorar mirando al instrumento fijamente, como si en su vientre habitara el hijo que nunca pudieron tener. De sus ojos brotaban tantas lágrimas, que fueron suficientes para llenar una copa. Luego contó el chiste del amigo que se llamaba saxofón y se enamoró de la vecina que se llamaba corneta… Todos esperábamos con ansias el momento en que contaba su historia tonta porque retornaba a la niñez, se moría de ganas de que le festejáramos el cuento, se liberaba de sus traumas aunque todo durara minutos.
La guitarra lo escuchaba desde su silla, suspirando, pero en una de esas no pudo soportar la pena y se arqueó frente al fuego en gesto de dolor y de sequía.
El último en llegar fue Roger, pasó directo a la refrigeradora y sacó de ella dos mangos, una naranja, un pimiento verde, una lechuga y dos rebanadas de queso. Con su acostumbrada parsimonia preparó la ensalada que repartió entre todos, no sin antes rezar en secreto alguna oración de esas que aprendió en sus viajes por lugares exóticos lejos del continente.
Al final, todos satisfechos, la energía emanaba de cada uno y casi levitábamos en alborozo y creatividad. Las partituras volaban de mano en mano, los poemas parecían jeroglíficos de tantas correcciones. El chelo estaba callado, el piano se abrazó a la guitarra como esperando un milagro… Entonces, Butch se puso de pie y propuso en silencio que brindáramos con sorbos de su vaso de lágrimas.
Y esa noche, pretendiendo que sabíamos sobre el horror de una historia, paladeando en el vino vertido de sus ojos su tragedia, recién entendimos que duele por el resto de la vida dejar el campo de batalla (Vietnam) cuando sabes que muchos de tus amigos y de tus enemigos se quedaron ahí... aunque sus cuerpos hayan sido repatriados. Entonces te tiemblan todos los cálculos, se te desordenan todos los esquemas, quieres vivir pero no sabes si vale la pena, no quieres que te alcance el fuego del cañón pero no sabes si es mejor que te alcance a ti o a tu mejor amigo… que se salve el enemigo, por qué no?
Y sólo entonces comprendimos que el músico en la noche fría y húmeda de Nueva Orleáns se siente tan abrumadoramente solo, que toca con todas sus fuerzas para encontrar calor en el gemido de su instrumento, llama del alma que se confunde con el viento en cada nota musical. Supimos que en esas circunstancias el aplauso del público alegra al artista porque sabe que detrás de él llegarán las propinas, pero al mismo tiempo le duele porque paradójicamente es como si se estuviera celebrando su tristeza… Esa noche fue como una multiplicación de los peces, de los panes de Butch, todos sentimos su amor por las víctimas de la guerra, su decepción por haber perdido la inocencia y la niñez en el campo de batalla y en contraste su férrea determinación de seguir siendo bueno, niño, piadoso, cándido, ingenuo, transparente. Esa noche entendimos porqué su afán de redimir con nobleza las calles de una ciudad tan peligrosa como Nueva Orleáns.
Debo confesar que a nivel personal, las lágrimas de Butch las sentí como un vino dulce. Su sabor se me quedó en algún rincón del cerebro y en las tardes cuando no encuentro respuesta para dolores que nunca serán del pasado, mojo mis labios con mi propia saliva, retorno mentalmente a Nueva Orleáns y siento la fuerza de ese momento exorcizante, la magia del fuego que arqueó el vientre de la guitarra, el calor del vino de los ojos del dolor abrazándome por dentro y el encanto irrepetible del roce de las manos de los amigos que sirvieron de cueva, de coraza a Butch para que no se quebrara como lo hiciera su guitarra. Esa noche, mirando el tiempo y la vida a través del cristal del dolor ajeno, escribimos nuestra mejor canción.
Lástima que haya sido la del adiós…
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© Patricia Velásquez de Mera