Copia del folleto de la Expo "LOS CUADROS DE HELGA" de Andrew Wyeth. New Orleans, Junio 1997
ANDREW WYETH, dibujo en el Diario de Dagor por Patricia Velasquez, Cherry Hill, NJ, 1999
ANDREW WYETH INMORTAL
La noticia me confundió por un momento: FALLECIO ANDREW WYETH. Al principio sentí que ya había vivido ese instante. SeríA que su obra por extensa y conmovedora había provocado que él trascendiera esta esfera de nimiedades, de mediocridades mundanas, mucho antes?. No puedo decir que me entristecí al leer la nota periodística repitiendo cansinamente los mismos comentarios de siempre sobre el magistral pintor. Lo que sentí fue la serenidad de sus paisajes adormecidos, la calma de su respuesta técnica, contundente, invicta frente a la decadencia del arte en el siglo XX, su siglo. Wyeth dedicó sus 91 años a producir intensa, feliz y originalmente, obras que lo consagran como pionero del realismo moderno, haciendo una fiesta de cada invierno, logrando penetrar con su pincel rincones olvidados, rescatando la luz en paisajes grises, en vidas anónimas; mostrando la verdad sin degenerar en la fácil mediocridad y la falacia del modernismo.
Lo conocí de cerca a través de Helga, su musa secreta, el 24 de Junio de 1997. Qué trenzas! Qué miradas! Qué dulzura!... Ninguno de los dos estaba ahí, el Museo de Nueva Orleans estaba repleto, y ellos, acostumbrados a la privacidad de su entorno, se habrían sentido turbados con el entusiasmo febril del público. Pero no hacía falta que llegaran, sus corazones desnudos de prejuicios y trivialidades, se deslizaban minuciosos por cada línea de la figura de Helga, en 250 retratos de una sola mujer, pintados por Andrew Wyeth a través de quince años de sigilosos encuentros con su vecina. El ímpetu y la complicidad con la que estos dos seres especiales se dedicaron a vivir el arte en toda la extensión de la palabra, quizá no tenga parangón. Ocurrió en Chadds Ford, Pensilvania, entre 1970 y 1985.
Apasionadamente discreto, la privacidad era el tesoro mayor de uno de los más talentosos pintores del siglo XX. Desde la penumbra de su cuarto en Maine, empezó a crear en cambio, uno de los íconos de las artes plásticas de América, “El Mundo de Cristina”. Desde su ventana apenas entreabierta, copiaba la figura de la muchacha que debido a una enfermedad muscular progresiva, en lugar de caminar se arrastraba de manera curiosa en la campiña. La imagen lo cautivaba porque representaba la vida misma, el movimiento fuera de lo ordinario, el cielo, el verdor del paisaje y Cristina Olson de cara al sol, de espaldas al artista.
Andrew Wyeth se incorporaba a la vida de sus modelos, los pintaba reiteradamente posando o en movimiento; los perseguía con ilusión y tenacidad, se convertía en cronista de los mismos. Y con esta alianza, la fama que lo acompañara desde siempre, eventualmente, llegaba también a ellos. Entre 1959 y 1962 los museos americanos pagaron sumas millonarias por apoderarse del famoso cuadro sobre Cristina. Pero para Wyeth y para la chica, lo esencial no estaba en conservar la pintura, en venderla al mejor postor o en aprovecharse de los privilegios a los que usualmente se hacen adictos los famosos que son débiles de espíritu. Lo importante era seguir viviendo, saltando de ojo en ojo, consagrando a posteridad la emoción de replicar la extraña conexión entre los dos. “No la pinté porque estaba lisiada, fue por la dignidad de Cristina, la dignidad de una dama” dijo Wyeth a uno de sus biógrafos. Y siguió pintándola por siempre.
Desde la quietud de mi cueva urbana, le rindo homenaje al humanismo y la destreza de Wyeth en esta noche de invierno, mientras reviso sus obras de gran fuerza conceptual y transparente ternura. Se va en su estación preferida, Wyeth le sacaba brillo a la nieve con la punta del pincel. Su interés por los ciudadanos marginados por la sociedad, la delicadeza en el trato de la pintura femenina, su búsqueda de la belleza interna de sus musas, sus cuadros del mar, del campo, de lo cotidiano, del paisaje que parece frío y plomo y que él volvió tibio y lleno de luz, simplemente me envuelven, me atrapan. Podría quedarme a recorrer su senda de óleo, de acrílico, de carboncillo, de témpera, toda la noche…
Alguien me dijo un día que era fácil llegar a él… pero nunca nos vimos a pesar de vivir a media hora de distancia desde que me mudara a vivir en Nueva Jersey. Es probable que cientos o miles de artistas hayan sentido esa misma admiración que yo le profeso y que lo hayan ido a buscar para percibir de cerca su respiración de maestro. Pero como no enseñaba yoga y como su respiración es más perceptible frente a uno de sus dibujos, he preferido mirarlo de cerca a través de su fabuloso legado. Y lo he dejado en su refugio, rodeado de pintura fresca, oliendo a materiales, a mezclas inusitadas de colores, entendiendo las imágenes que habitan escondidas los espacios vacíos y que eventualmente se bajan a calentar los lienzos y papeles.
Particularmente, coincido con él en algo fundamental, no sé si él lo hubiera dicho de esta manera pero toda su obra lo grita, el arte es emoción y libertad, jamás sumisión a la mafia del mercado o a las trampas y exigencias del mundo intelectual que lastimosamente, sólo sigue flechas…
El final no existe, todo gira y reaparece en la superficie del planeta. Anhelo encontrarlo alguna tarde, muchos años más tarde, invitarlo al museo en Filadelfia, escudriñar su mirada frente a un cuadro de Helga, verlo perderse entre las líneas del cuerpo de su modelo predilecta y desaparecer.
Salud por esa maravillosa vida de artista, Maestro!
© Patricia Velasquez de Mera
Raleigh 16 de Enero de 2009
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Un abrazo