Te veo llegar con tus zapatos de pasadores rosados, con tus blusas salpicadas por estrellas de colores, con tu alegría contagiosa y ese swing despreocupado que has adoptado últimamente.
Me miras con ternura, pareciera que lees mi pensamiento, sobre todo ahora que no necesitas empinarte para meterte en mis ojos
Cómo has crecido, asumo que tu corazón también se ha expandido a juzgar por las miradas románticas con que acaricias la ventana o por las sonrisas a solas, esas que todos conocen pero que sólo tú comprendes.
Una tarde llegaste a contarme que tenías novio. Me quedé de una pieza, mentalmente empecé a revisar mi cuaderno de apuntes, mismo en el que había guardado las respuestas que mi madre me diera en ocasiones similares. Pero al abrir la página encontré que estaba en blanco. Fue cuando comprendí que nunca se me ocurrió hablar con mi madre de estas cosas.
A todo esto, me mirabas sin pestañear, como queriendo arrancar el comentario clave que se me hacía nudo en la lengua porque en realidad no existía. Entonces recordé a mi profesor de química del tercer curso de bachillerato “cuando el experimento no funcione, consulte el manual”. Pero el manual me llevaba de regreso a la página en blanco y además el experimento no era mío.
Se me ocurrió preguntarte cómo pasó todo. Tus ojos se hicieron grandes como un par de sorpresas gigantes. Me dijiste casi en un susurro “pasó qué”. Respondí “la declaración pues”. Te contesté de prisa mientras me comía las uñas. No me cabían en la cabeza estas modernidades, me frotaba los ojos para verte mejor, para tratar de entender que el tiempo había galopado velozmente, que en verdad se te han alargando las piernas, que se te va pronunciando el perfil, aunque tu dulzura permanezca intacta. Claro que mi primer amor empezó a los cuatro años pero nunca hablé de ello con alguien, menos aún con mi abuela.
Cuatro palabras me despertaron de recuerdos y elucubraciones “Qué es una declaración”. Te dije “Lo que te dijo el chico para pedirte que fueras su novia”. Y la contestación me dejó más confundida todavía. “No, es que él no lo sabe”. Y yo “no sabe qué”… “Pues que somos novios”.
En ese momento me provocó abrazarte y contarte un cuento pero preferí guardar silencio, después de todo, la vida se encargará de aleccionarte mejor que yo, de irle poniendo nuevos y más reales matices a tu historia. Aprecié el valor de tu maravillosa confidencia, una del porte y del color de tu inocencia, de la talla de tu confianza y tu fe en mi persona.
Esa niña eterna que de pronto tiene manos más grandes que las mías, que se prueba mis sandalias, que revisa mi percha de perfumes, que mira con ilusión los cajones de mi joyero, definitivamente, ha crecido pero solamente de cuerpo.
Caminamos abrazadas hacia el refrigerador, te pregunté como siempre si te habías lavado las manos; me respondiste que no. Me pediste galletas con manjar y corriste al baño.
Mientras te alejabas con dirección al tocador, te vi más tierna que nunca. Es cierto que ya me alcanzaste, que uno de estos días mis zapatos serán estrechos para tus pies pero aunque tu corazón siga creciendo, aunque sueñes con un novio que no sabe que es tu novio, la lucecita de tu mirada sigue siendo la misma pequeñita e insuperable que ilumina mis insomnios desde hace diez años. Y siempre va a ser de esa manera.
Ahora eres tú quien se apoya en mí. Un día seré yo la que me deje llevar confiada en tu ternura y en tu brazo. Ahora eres tú la que me pide galletas con manjar. Un día seré yo la que te pediré que me lleves a la heladería y elegiré la paleta de color más intenso. Te sentarás frente a mí y se regodearás contemplando mi alegría. Seguramente vestiré blusa roja, jeans de color azul y zapatos deportivos. Al salir, subirás al asiento del conductor y yo seré tu copiloto. Para entonces habré perdido el miedo a la velocidad y habré descubierto algún consejo en algún manual, aunque sea prestado, para estar lista cuando me hagas alguna pregunta de esas que solemos formularles a los abuelos, pensando que ellos lo saben todo.
Dagor PVV
Me miras con ternura, pareciera que lees mi pensamiento, sobre todo ahora que no necesitas empinarte para meterte en mis ojos
Cómo has crecido, asumo que tu corazón también se ha expandido a juzgar por las miradas románticas con que acaricias la ventana o por las sonrisas a solas, esas que todos conocen pero que sólo tú comprendes.
Una tarde llegaste a contarme que tenías novio. Me quedé de una pieza, mentalmente empecé a revisar mi cuaderno de apuntes, mismo en el que había guardado las respuestas que mi madre me diera en ocasiones similares. Pero al abrir la página encontré que estaba en blanco. Fue cuando comprendí que nunca se me ocurrió hablar con mi madre de estas cosas.
A todo esto, me mirabas sin pestañear, como queriendo arrancar el comentario clave que se me hacía nudo en la lengua porque en realidad no existía. Entonces recordé a mi profesor de química del tercer curso de bachillerato “cuando el experimento no funcione, consulte el manual”. Pero el manual me llevaba de regreso a la página en blanco y además el experimento no era mío.
Se me ocurrió preguntarte cómo pasó todo. Tus ojos se hicieron grandes como un par de sorpresas gigantes. Me dijiste casi en un susurro “pasó qué”. Respondí “la declaración pues”. Te contesté de prisa mientras me comía las uñas. No me cabían en la cabeza estas modernidades, me frotaba los ojos para verte mejor, para tratar de entender que el tiempo había galopado velozmente, que en verdad se te han alargando las piernas, que se te va pronunciando el perfil, aunque tu dulzura permanezca intacta. Claro que mi primer amor empezó a los cuatro años pero nunca hablé de ello con alguien, menos aún con mi abuela.
Cuatro palabras me despertaron de recuerdos y elucubraciones “Qué es una declaración”. Te dije “Lo que te dijo el chico para pedirte que fueras su novia”. Y la contestación me dejó más confundida todavía. “No, es que él no lo sabe”. Y yo “no sabe qué”… “Pues que somos novios”.
En ese momento me provocó abrazarte y contarte un cuento pero preferí guardar silencio, después de todo, la vida se encargará de aleccionarte mejor que yo, de irle poniendo nuevos y más reales matices a tu historia. Aprecié el valor de tu maravillosa confidencia, una del porte y del color de tu inocencia, de la talla de tu confianza y tu fe en mi persona.
Esa niña eterna que de pronto tiene manos más grandes que las mías, que se prueba mis sandalias, que revisa mi percha de perfumes, que mira con ilusión los cajones de mi joyero, definitivamente, ha crecido pero solamente de cuerpo.
Caminamos abrazadas hacia el refrigerador, te pregunté como siempre si te habías lavado las manos; me respondiste que no. Me pediste galletas con manjar y corriste al baño.
Mientras te alejabas con dirección al tocador, te vi más tierna que nunca. Es cierto que ya me alcanzaste, que uno de estos días mis zapatos serán estrechos para tus pies pero aunque tu corazón siga creciendo, aunque sueñes con un novio que no sabe que es tu novio, la lucecita de tu mirada sigue siendo la misma pequeñita e insuperable que ilumina mis insomnios desde hace diez años. Y siempre va a ser de esa manera.
Ahora eres tú quien se apoya en mí. Un día seré yo la que me deje llevar confiada en tu ternura y en tu brazo. Ahora eres tú la que me pide galletas con manjar. Un día seré yo la que te pediré que me lleves a la heladería y elegiré la paleta de color más intenso. Te sentarás frente a mí y se regodearás contemplando mi alegría. Seguramente vestiré blusa roja, jeans de color azul y zapatos deportivos. Al salir, subirás al asiento del conductor y yo seré tu copiloto. Para entonces habré perdido el miedo a la velocidad y habré descubierto algún consejo en algún manual, aunque sea prestado, para estar lista cuando me hagas alguna pregunta de esas que solemos formularles a los abuelos, pensando que ellos lo saben todo.
Dagor PVV
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