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CARLITO Y entonces llegó el verano con sus soles caniculares. Todo se puso tibio, el asfalto, la coca cola, la bicicleta, la voz de la abuela. Hasta el perro calentaba a temperaturas insospechadas y las paredes parecían derretirse. Las hormigas las escalaban como si fueran cuestas empinadas. El paisaje yermo, desnudo de pescadores, resplandecía frente a la ventana como cuadro impresionista a punto de diluirse. El mar parecía vacío y las nubes habían anidado en la memoria para mantenerse frescas. Paradójicamente, una tarde de viernes el pueblo se llenó por completo. Los turistas agotados y sudorosos lucían felices mientras descargaban sus coches repletos de cobijas, almohadas, comida, mucha comida y licor, demasiado licor. Y entonces el aire se volvió loco porque en los carros también llegaron los radios yla música tropical que luego fue escuchada en cada casa, en cada cuarto, en cada rincón del pueblo, muchas veces hasta el amanecer. Había un beodo que desde alguna cantina cantaba a todo pecho “eres linda y hechicera como el candor de una rosa…”. Pero el problema era que solamente se sabía esa parte de la canción y para colmos la repetía toda la noche. Felizmente lo hacía en fines de semana, caso contrario hubiera tenido que mudarme a la ciudad más lejana en el mapa para protegerme de sus gritos destemplados. Aunque a decir verdad todas esas “ciudades”, ni siquiera el mapa las mencionaba, a pesar de ser tan populares. Yo vivía en Carlito, bueno, así le llamaban al pueblo en el que no nací. Insistentemente, me preguntaba por qué tomaban bebidas alcohólicas los divertidos e inagotables amantes del verano, si la temperatura era tan alta. Otra de las preguntas que me formulaba, era para qué llevaban colchas a un lugar tan caliente. Y una noche en que me armé de valor y salí a buscar respuestas y a conocer al beodo para cantarle en la oreja el resto de la canción, cayó una lluvia intensa y un relámpago furioso me despertó abruptamente. (a) Dagor PVV

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