Ella es de todos aunque a nadie le pertenece. La sentimos tan cerca pero habita tan lejos. Nos enamora con su luz a pesar de que si no fuera por el sol, no podríamos verla. Es decir que de lo que le prestan, le queda para compartir con el mundo entero. Se multiplica, se divide, se suma, se resta, sin tener nada y sin pedir nada a cambio. Es la luna…
De cualquier manera, se las arregla para brillar aunque sea en nuestros sueños y canciones, porque aunque algunas noches no llega a la cita, sabe que la buscamos, que le escribimos versos, que la sentimos palpitante al pie de nuestra ventana; de todas las ventanas.
Los coyotes le gritan que baje, los búhos se juran amor bajo sus rayos platinados, los amantes le cuentan sus secretos. Y es nuestro mayor anhelo poder alcanzarla cuando al fin nos despojemos de nuestro traje terrenal. Con seguridad, habrá fuego encendido en la chimenea de alguno de sus cráteres, para entibiarnos las manos cuando lleguemos del largo viaje.
Linterna universal es la luna, faro que ilumina lo imposible, rostro brillante en la oscuridad de lo intangible, romántica empedernida, triste y alegre a la vez. Amiga solidaria, políglota que escucha con atención todos los lamentos, que comprende todas las penurias, que llora con todos, que conoce los techos de todas las casas, de todas las cuevas, de todas las copas de los árboles. Faro incandescente que hace juego con todos los colores, bailarina mágica que vibra con todos los ritmos.
Luna que te escondes entre los helechos, que brincas de paisaje en paisaje, de cuadro en cuadro, de estación en estación, de canción en canción, sin perder tu gracia. Luna sutil que acaricias el agua como ninguna sirena puede hacerlo. Que te besas con las montañas, que recorres palmo a palmo todas las orillas de todos los rincones del planeta. Omnipresente, abrazadora, fiel; desde el valle de la soledad yo te saludo, Luna eterna!
Dagor
(Foto: "La Laguna" por Patricia Velasquez de Mera. New Orleans, 1998) 8002 Sycamore Llegó apurado, frotándose las manos. Apretaba el periódico del día bajo su brazo izquierdo. En la mano derecha, como de costumbre, llevaba un pan empacado en papel de cera. Hacía frío, pero también como de costumbre, no llevaba calcetines y sus canillas blancas como la nieve relampagueaban entre los mocasines y el pantalón. Depositó el pan sobre la mesa y se sentó de espaldas al salón, frotando sus manos una contra la otra por largo rato. Little Watch (relojito) apareció de algún rincón y moviendo la cola se le pegó a la pierna con familiaridad hasta que se escuchó el grito: Maldita sea! Ya me pasaste el puñado de pulgas. Se levantó agitado, abrió la puerta y Little Watch salió pitando por ella. Volvió sobre sus talones y se dirigió a la chimenea, prendió el fuego sin sacarse el abrigo y se metió en la cocina. Mientras pasaba café leía con interés el diario y tomaba con placer -como si aquello
Comentarios