Desde el rincón predilecto de mi cueva urbana, rodeada de fotos y relojes que me cantan verdades matemáticas, escribo el poema del silencio. No es fácil concentrarse mientras la gata golpea la puerta con su puño y afuera los grillos discuten con las luciérnagas a viva voz.
Lentamente vuelve la anhelada calma. La ventana me observa compasiva. A ratos se pone de espaldas para entregarse a la contemplación de la luna.
En esta noche de llamaradas solares, de insomnios inducidos, de balcones lejanos y de ansias fortuitas, el grito histérico de algún pajarraco sonámbulo me pone en perspectiva. Y afortunadamente, como un acuerdo tácito entre mi cerebro y el de la computadora, brota la certeza de que el silencio y la palabra son incompatibles, porque para que el uno ejerza sus funciones, la otra, siempre tendrá que callarse. Y viceversa...
Entonces, dos y cuarenta y cuatro canta el reloj, y le hago caso. Hora de descansar entre mis propios brazos.
Dagor
Lentamente vuelve la anhelada calma. La ventana me observa compasiva. A ratos se pone de espaldas para entregarse a la contemplación de la luna.
En esta noche de llamaradas solares, de insomnios inducidos, de balcones lejanos y de ansias fortuitas, el grito histérico de algún pajarraco sonámbulo me pone en perspectiva. Y afortunadamente, como un acuerdo tácito entre mi cerebro y el de la computadora, brota la certeza de que el silencio y la palabra son incompatibles, porque para que el uno ejerza sus funciones, la otra, siempre tendrá que callarse. Y viceversa...
Entonces, dos y cuarenta y cuatro canta el reloj, y le hago caso. Hora de descansar entre mis propios brazos.
Dagor
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