Es domingo, desfilan por mi mente los vestidos de la niñez y las cintas multicolores correteando por el parque. El cielo se abría como en un conjuro de intensidad al paso del astro rey. Las risas de mis hermanos, la mirada amorosa de mi padre, el helado de frutilla rebosante de ternura, humedecen mis lentes de contacto. Las flores bailaban ante nuestros ojos, el pavimento crujía de calor, de emoción.///
Al borde de los jardines se apostaba el canguilero, viejo contador de historias nunca comprobadas. En la pista del centro los patines chocaban, los moretones se multiplicaban, las madres corrían al encuentro de sus hijos.///
Los domingos del ayer son una suerte de rosario en el que cada cuenta es uno de mis hermanos, de mis primos cercanos.///
Hoy el parque sigue ahí, y mi corazón de la infancia mora atrapado a voluntad en uno de sus árboles. Yo en cambio vivo acá, en este mundo de presentes y recuerdos, como entre dos orillas, nadando en el lago de las ilusiones compartidas. Otros domingos abren mi ventana con cantos de aves nuevas. Hoy por ejemplo ladra un perro a la distancia e inevitablemente recuerdo a Ají, mi pomerania gordita, bajita, de ojos soñadores y piel clara; mi primera mascota, medio ciega, híper sensible (No, no estoy describiendo a mi melliza). Y con ella asoman al cuaderno del ayer, del siempre, los catorce perros y trece gatos de la casa de mis mayores. ///
Hubo un galápagos que vivió trece años con nosotros, y en la lejana infancia hasta hubo un mono, un venado, un cerdo inglés cuyo rabo fue devorado por la tortuga luego de algún malentendido entre ellos, y tuvo que ser sacrificado. Por demás está decirles que mi hermano Mauro lloró por el animal dos días seguidos y se negó a comer cualquier cosa que le oliera a fritada. Hubo una lora, se llamaba Lorenza, cantaba como los dioses, y aunque vivíamos en la ciudad, cada vez que llovía pedía a gritos una canoa, pues fue traída del campo cuando ya había aprendido a hablar. Cuando pasaba por su lado me decía con su voz pegajosa y cantarina: “Ya te vas, gorda”? Cómo no recordarla ahora que un pajarito verde revolotea al descuido entre los rosales del patio, haciendo ruiditos con su piquito de oro?///
Uno de nuestros gatos se llamaba Melvin, era todo gris, todo sedoso, de intensa mirada entre amarillo y verde. Su deporte favorito era tirarse balcón abajo y regresar por las escaleras, como si nada hubiera ocurrido. Más de siete vidas tuvo Melvin. Y que me lea Guinness!
Tuvimos el privilegio de ser atendidos por seres humanos de corazones gigantes, cuyo único objetivo en la vida era servirnos, como si no tuvieran vida propia, hijos propios! Digo privilegio porque así pudimos respirar la bondad de sus ojos y sus manos, pero siempre les quedaremos debiendo tanta fidelidad, tanto sacrificio, tanta entrega a cambio de nada. Felizmente, los tiempos cambiaron y hoy viven sus destinos, disfrutan sus familias, y con seguridad también nos recuerdan con cariño, a pesar de lo injusto del sistema de esos días. Uno de ellos, Chabelo, merece mención especial por su corazón de oro, pues nunca perdió la brújula de la lealtad y vuelve con frecuencia a visitar a mi madre y a los pocos hermanos que me quedan en Guayaquil.///
Es domingo, ruge el motor de un carro que pasa bajo mi ventana. Y pasa otro, y otro más, mientras un pollo llora en el horno porque se le tuesta la piel. A mí también se me tostaba la piel cuando era pequeñita bajo el uniforme de parada de La Inmaculada. En él asistíamos perfectamente peinadas a la misa obligatoria. Mi hermana Pinka era una santa, nunca he podido rezar con el fervor con el que ella lo hacía. Mi hermana Susana era del uniforme impecable, la que nunca miraba hacia atrás; su conducta era intachable en la capilla. Y Manena, la mayor, siempre radiante con sus ojos intensos, oraba con mucha fe, eso lo sabía, pero a decir verdad, no la podía ver desde mi banca. Ahora el uniforme es una pijama con la que permanezco el domingo hasta el medio día por aquello de la pereza; es un pincel que me espera con ansias, una mirada al cielo, en donde habitan las nubes que aunque son pasajeras, nos hacen vivir con la ilusión de que detrás de ellas, moran felices los seres amados que se nos adelantaron en el viaje sin retorno.///
Es domingo!///
(Dagor)
(Foto: "La Laguna" por Patricia Velasquez de Mera. New Orleans, 1998) 8002 Sycamore Llegó apurado, frotándose las manos. Apretaba el periódico del día bajo su brazo izquierdo. En la mano derecha, como de costumbre, llevaba un pan empacado en papel de cera. Hacía frío, pero también como de costumbre, no llevaba calcetines y sus canillas blancas como la nieve relampagueaban entre los mocasines y el pantalón. Depositó el pan sobre la mesa y se sentó de espaldas al salón, frotando sus manos una contra la otra por largo rato. Little Watch (relojito) apareció de algún rincón y moviendo la cola se le pegó a la pierna con familiaridad hasta que se escuchó el grito: Maldita sea! Ya me pasaste el puñado de pulgas. Se levantó agitado, abrió la puerta y Little Watch salió pitando por ella. Volvió sobre sus talones y se dirigió a la chimenea, prendió el fuego sin sacarse el abrigo y se metió en la cocina. Mientras pasaba café leía con interés el diario y tomaba con placer -como si aquello
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