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LA RESPONSABILIDAD DE UN ESCRITOR

Si un escritor no sirve como lazo para que una sociedad se reconcilie, si utiliza el verbo buscando ganancias a nivel personal, si aprendió a dividir pero no a sumar y se proyecta como tal en su obra, si lo que dice no se parece a lo que hace, si lo suyo es un dialelo de vanidad, debe abandonar el uso de la poderosa herramienta de la palabra, hacer mutis por todos los foros y proclamar con el silencio, que ha fracasado. Porque la palabra es un hilo transmisor, una cuerda que ata a la humanidad, no es una soga que se lleva el viento a un solo molino.
Hay que firmar cada línea que escribimos como si fuera el documento que puede salvar una vida de la desidia, de la desigualdad, del deshonor, de la tristeza, de la mentira, de la deslealtad, del abandono, de la soledad, de la tiranía, del esplín, de la miseria. Porque una vida rescata otra, y otra, y otra más. Así, un escritor es como una semilla que reparte el verbo con un par de ojos y estos con otro par, y otro par. 
La palabra tiene la facultad de remover tiranos de los asientos de poder, tiene el privilegio de hacer brotar lágrimas de amor en un lector que pensaba que su pecho era metálico y su destino una isla perdida en la inmensidad del mar. Con unas cuantas palabras un escritor puede despertar esa flor que un transeúnte acaba de pisar sin darse cuenta.
Hay que rubricar sin pestañear lo que pregonamos a veces con temor y hasta con terror, para levantarles el ánimo a aquellos que creen haberlo perdido todo. Hay que llorar mientras escribimos con convicción, transmitir el sentimiento sin restricciones, dejar volar las ideas hasta que aterricen en el lago de lágrimas y darle la mano al náufrago que se ahoga en su propia tristeza. Eso es la palabra, una responsabilidad social, un rescate permanente de la esperanza. La esperanza, ese monstruo, ese mito que nos mantiene vivos. Hay que sentir las manos de todos cuando dibujamos palabras sobre el papel o el teclado. 
Hay que vivir para escribir, no escribir para vivir.
Dagor

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